Coleccionamos recuerdos
Vivimos creyendo vivir el presente. Creemos, ilusos, poder engañar al futuro y a nosotros mismos. El futuro, esa habitación olvidada que pasamos de largo en casa, que siempre es para otro, que nunca es para ti.
Y sin embargo, cada momento presente es un futuro recuerdo. Una polaroid, un cuadro en aquella habitación que en realidad siempre fue la tuya.
Cada momento especial, cada noche sin dormir, cada surco de Kind of Blue y cada arañazo en su espalda. Cada error, cada amanecer, cada adiós y cada duda, esas que te paralizan, que revuelven tu existencia como un calcetín gastado. Que parecen quitarte la vida cuando, en realidad, te la están dando.
Porque dentro de 40 años, cuando no memorices canciones ni viajes sin dinero sólo te quedará eso. Y maldita sea, no querrás recordar días grises ni hipotecas ni domingos por la tarde de Sabina.
Querrás recordar las equivocaciones, la trinchera y el vaso -otra vez- vacío.
Por eso es imposible no amar la fotografía.
Porque nos enseña instantes congelados, pedazos de olvido.
Vasos vacíos.
La invisibilidad de Francesca
Ser invisible. Ver sin ser visto. Actuar sin estar en primer plano. Hay quien lleva en su ADN una tendencia alfront row, hambre de foco… y quien ansía ser testigo mudo detrás del escenario.
Porque hay espíritus para quienes la exposición implica dolor de alma cuando la coraza no tiene aún las piezas soldadas. A los 23 años, la coraza de Francesca Woodman tenía fisuras, las piezas no ajustaban todavía: no pudo soportar la indiferencia hacia su fotografía y puso fin a su vida.
Pero nos queda su legado: hija de artistas, becada en el Palazzo Cenci de Roma, Woodman llevaba ya una década plasmando en blanco y negro sus ideas, desde los trece años.
Su propio cuerpo es elemento clave en mucha de las instantáneas, y es en esa lucha entre el querer estar y no ser vista, de estar sin hacerse notar donde ella casi desaparece, se diluye.
Francesca Woodman en La Fábrica (C/ Alameda 9, Madrid).
Hasta el 24 de octubre.
Annie Leibovitz, una historia de amor y muerte
Ahora y siempre. Ahora, porque eso de curar las penas por la muerte de Susan Sontag gastando su fortuna a espuertas ha estado a punto de costarle toda su obra.
Siempre, porque Leibovitz es una anguila, un Capote de los objetivos y el fotómetro, un susurro que se desliza desde el Palacio de Buckingham hasta las alcantarillas del Soho. Desde el ego hasta el infierno.
Hace unos meses, la revista Yo Donna publicaba una entrevista que con motivo de la exposición de Madrid concedió al periodista y escritor Nicolás Cardeñosa, quien describe lo mucho que había ansiado ese encuentro: “Empecé a trabajar en esta entrevista hace ahora 11 años. Vivía entonces en Nueva York y me presentaron a Annie Leibovitz en una Feria de Arte. Desde el primer momento hubo algo en ella que me impresionó… su forma de mirar“. Las escasas y poco sorprendentes respuestas de Leibovitz se completaban con el relato de esa década de coincidencias, secretos y entresijos entre el periodista y la fotógrafa en Nueva York y España.
“Me doy por satisfecha si hago cinco fotos buenas en un año”.
Fotos. Recuerdos. Instantes.
Y quién no, Annie.
Y quién no.