La cuesta de Moyano

Tiene uno escrito que todo libro esconde una novela además de la que cuenta. Y desde este punto de vista nos honra y alegra la recuperación de lo que no se había perdido sino que andaba -aledaños del Prado- enmascarándose con los sobredorados de Gabriel Miró, los sobreleídos de Marcel Proust a la luz de la tarde clara de otoño madrileño, y los cafés en Platerías, que eran los primeros de una larga noche que pudiera protagonizar don Ramón María, citado en otro café con González-Ruano, pues el 98 fue una confusión de citas en todos los cafés.

En la Cuesta de Moyano conocí yo algunas mujeres devoradas de periodismo, que nos citábamos a media noche en las ojivas despiertas de los Jerónimos. Y también el vecindario chic de las que se mataban viajando España en bicicleta o automóvil, o las palomas intelectuales que disfrutaban la Cuesta de Moyano como la librería más snob de Madrid, abierta para ellas 24 horas como la farmacia de las desveladas.

Lo firma el maestro Umbral. Aquél, el de los foulares y las sombras.
No vamos a descrubrir hoy -ni aquí- a Madrid, nuestro Madrid. Porque harían falta mil Artes y mil Egos para siquiera rozar los adoquines de Huertas. Pero sí podemos recordar que, cada domingo, el sol se pone en Claudio de Moyano, a la vera del Jardín Botánico y el Museo del Prado. Cada domingo reposan botines, fracasos, tesoros, llaves y brújulas bajo las tapas de aquellos libros de lance que esperan, sin prisa, la mano de otro dueño.
Y es hoy, cuando las letras se esconden bajo libros de tinta electrónica y hojas sin huellas, cuando es necesario recordar la cuesta de Moyano.

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