Basta de desintegración. Integrar, integrar, integrar. Repitan. Que donde haya barrios existan espacios únicos; sólo distancias, no diferencias. Donde se definan géneros se imponga la epidermis y no las etiquetas. El ejemplo, Berlín, claro. La ciudad que avanza a una velocidad imposible de seguir. La ciudad que ha olvidado más dolor del que cualquier otra será capaz de sentir jamás.
Porque el ingenio se ve con mejor cara cuando no hay nada que perder. Y el edificio nuevo o la función distinta encajan con todo porque su todo no es demasiado. Ciudad educada, nocturna, libre y de oportunidades. Todas pequeñas, sí, pero oportunidades.
El maestro
Y vaya, que la urbe que vio nacer y acoge el legado de Helmut Newton merece respeto. Figura carne de magazine de hotel, influencia de diseñador de provincias y cartel que decora muestrarios de muebles, por supuesto; pero que la anécdota no engañe: Es (muy) grande.
Su museo, escondido, en un antiguo casino militar y a tiro de bicicleta desde el zoológico (por si acudes en familia o con amigos juguetones), es parada imprescindible para el aficionado a la moda (portadas de Vogue, condolencias de puño y letra de Yve Saint Laurent), la fotografía (Rolleiflex originales, tocadas por sus manos), las mujeres (hay una recreación de su despacho, con piernas de plástico y cuerpos femeninos por todas partes), y la vida.
Los tenderos
Antes, o puede que después (la segunda opción implica el riesgo de que la fiebre de curvas ciegue tu capacidad de raciocinio), merece la pena visitar la tienda Wood Wood, pionera de la slow fashion y patada en las pelotas a las guías trendy. Hacen su propia ropa, venden cosas de Jeremy Scott y Opening Ceremony. A su lado, el restaurante Zoe para hacer parada.
Los patios interiores, inutilizados, y los bajos en edificios olvidados son pasto perfecto de interesantes como Acne Jeans, Filippa K o Bless. Innovación, básicos y antimoda, para llenar la maleta con un poco de todo.
Entre un graffitti de Miss Van y un trozo de muro, Comme des Garçons eligió, en 2004, a Berlín como primera ciudad en la que instalar una Guerrilla Store. Una tienda efímera, escondida, sin carteles, sin publicidad. El fiel la encontraría, previa búsqueda, en el interior de una carnicería. En los cajones, los perfumes; sobre bancos de cortar cerdo, algunos vestidos. Y la compra final, envuelta en bolsas de basura. En cualquier otra ciudad les hubieran matado por ello. Lil’ Shop, que sí está abierta, tomó el relevo.
El estilo
Las plazas acogen también la Berlín Fashion Week (Vivienne Westwood fue una de las que prestó su apoyo al proyecto) y se ha convertido en sede imbatible (sorry, Barcelona) del Bread&Butter, que no es moda moda ni interesa especialmente al que busca algo nuevo (a la industria sí, mucho) pero es mejor tenerla que dejarla escapar.
Y, sobre todo, esa sensación de que todo vale porque nadie mira. O mira bien. Madrid es la ciudad de los 10.000 cadáveres, todos iguales; Milán la capital de la licra y las gafas espejo; París un reducto de elegancia suave que no todos son capaces de alcanzar. Berlín, con callos en las manos y cicatrices para demostrar que cruzó el fuego, lo permite todo. Y a ver quién no es capaz de encajar en un sitio que es todos los sitios a la vez.