Una historia de prejuicios y ternura
No me interesa la obra de Bacon.
No aquí, quiero decir. Y no hoy, cuando el reto se llama ‘Exceso’.
Entiéndanme, me interesa menos su mirada que las que caían sobre él, bajo su obra y sobre su vida. Porque el pequeño cabrón inestable tenía esa rara cualidad de ser un reflejo, antes de ser nada.
De ser un espejo que reflejaba (que refleja) a quien está delante. Las luces y las sombras. El dolor, la ternura y las habitaciones oscuras, esas que no queremos ver.
Bacon en la puerta de Velázquez, esperando
Hace un mes finalizó la retrospectiva del Prado, comisariada por Manuela Mena, jefa de conservación de pintura del siglo XVIII del museo, y testigo en primera persona de la última visita de Bacon a Madrid.
En aquella ocasión, el artista solicitó acudir al Prado un lunes, único día de la semana cerrado al público.
Sólo quería ver Velázquez y Goya. Nada más.
Hace un mes también finalizaron las colas, las notas de prensa y los tags en los medios.
Hace un mes de las fotos y los sinsentidos. Como ver a Esperanza Aguirre abrazando la importancia del pintor, ese artista horrible que garateaba “asquerosos trozos de carne” en boca de otra Esperanza.
Sinsentido, porque nadar en Bacon es hacerlo en esa parte que no llega a los medios. Que no aparece en firmas ni solapas de revistas culturales. Esa parte de la que no se habla.
Esa que no existe.
Esa que siempre es de otros, de otro. Que pagas por ver enmarcada cruzando la puerta de los Jerónimos.
Un juego de espejos
No soporto los suplementos dominicales. Ni las películas con mensaje ni (mucho menos) las mujeres fáciles.
No puedo con esa doble moral que se dio cita el 2 de febrero en la inauguración que presidieron los Príncipes de Asturias. A saber, el ministro de Cultura, César Antonio Molina; la presidenta de la Comunidad de Madrid, el del patronato del Prado, Plácido Arango; el vicepresidente de Acciona, Juan Ignacio Entrecanales, y el director del Prado, Miguel Zugaza.
Estos tíos saben lo que está bien y lo que está mal. Son los que pintan con tiza la línea que separa lo ‘normal’ del resto del mundo, ese mundo que arreglan en las sobremesas del L´Hardy.
Bacon no era de los suyos ni de los nuestros, un hombre “íntegro, un intelectual muy puro, cariñoso, encantador, un gran seductor, un hombre extraño pero muy divertido. Tenía mucha vida. Le gustaban los sitios peligrosos, la gente especial. Se fascinó con una amiga mía que era escritora pornográfica lesbiana. Se escapaba por las noches vestido de cuero al puerto con unos amigos rapados y llegaba al hotel a las 6 de la mañana. Nos lo pasábamos muy bien juntos y pillábamos unas borracheras tremendas.”
Son extractos de ‘Entrevistas con Bacon‘ (DeBolsillo), un libro que reúne las cinco conversaciones que mantuvieron Claudio Bravo y el voraz Bacon entre 1962 y 1975. Un libro que no imagino en la mesita de noche de los de arriba, a la vera de John Boyne y la lámpara de las buenas intenciones.
De Madrid al cielo
Bacon murió en Juan Bravo un caluroso día de junio, en el Madrid pegajoso de los gatos sin nombre, en brazos de una monja.
Hablaba poco.
Se encerró un día en el Prado y nunca esperó a nadie.
Ni tan siquiera a sí mismo.
“Hay que creer en nada, pero creer “.
Amén, maestro.
Amén.