“El Hombre tiene tres enemigos: el demonio, el Estado, la técnica”
(Nicolás Gómez Dávila)
Parece existir un pacífico consenso entre los imbéciles de que el invento más pernicioso de la Humanidad es la bomba atómica. Los imbéciles, la misma gente que te asegura no ya impertérrita, sino incluso orgullosa, que son ciudadanos del mundo o que “creen en el Hombre” etc. Hubo un momento, debo confesar, donde quizás yo también creyese ver en la bomba autómica el invento más nocivo del género humano. Pero, ¿es tan mala la bomba? ¿Aquella que puso fin a una guerra, que nos dio mutual assured destruction, que inspiró tantas obras de ficción, la que produce, magia y milagro del baile molecular, energía limpia e inagotable, al coste ridículo de un puñado de muertos que ya a nadie le importan?. No, la bomba es – que decimos los castizos – una cosa fetén.
En esa búsqueda del invento más pernicioso, no hace falta penetrar en búnkeres o laboratorios. Es la televisión.
En España se consumen diariamente unas cuatro horas de televisión por persona. Es el espectáculo sórdido y grotesco de millones de hogares en los que el silencio ha sido convertido en bien de lujo, proscrito por la cacofonía permanente, infinita, del televisor que todo lo llena, del tótem, de la máquina expendedora de opiáceo, del tácito jefe, del dominador catódico. La tortura insufrible de la radiación que emana del tubo de electrones: ese pitido casi inaudible pero penetrante, vibración ultrasónica incompatible con cualquier atisbo de civilización. Un tormento de los aullidos de los dibujos animados, de los insoportables jingles del noticiero, de las voces metálicas y cascadas en los altavoces jodidos del televisor. Esos pisos, más que pequeños, angustiosos, donde el silencio fue abolido, donde la vista no puede descansar sin el brillo azulado que abrasa la retina, donde el oído no tiene tregua, donde las comidas ya no son acto de civilización, sino procesamiento e ingesta del bolo alimenticio, desvaído de cualquier impregnación estética o moral; en compañía a la mesa, siempre en compañía, de un comensal cojonero y torturante que no calla: el televisor.
El televisor ha matado al silencio, ha parido un mundo malsano, un mundo de horror vacui acústico – en el que se teme la ausencia del sonido, porque revelaría los ecos en la cueva vacía del alma muerta. Reivindiquemos el silencio; mejor: reivindiquemos los silencios. Porque en este mundo, más que Dios, a menudo lo que hay es dioses.
El silencio de la bodega, el silencio lóbrego y polvoriento que ennoblece a la vid y calma el fuego del espirituoso, el de la solera y el angel’s share.
El silencio de la noche, el silencio fresco y amplio, el de Lenau, Mörike y Heine; el de los grillos y las ranas y el cuero sobre la grava.
El silencio de las bibliotecas o, mejor aún, ya que las bibliotecas son ya hábitat grotesco del universitario, llenas de chanclas y muslos desnudos, el silencio de los archivos: el del sótano, de la polilla, del papel y la cola, la quietud de allá donde descansan los libros.
El silencio del bar recién abierto, aquel inmortalizado en El largo adiós: silencio grácil, silencio alegre, de tintineo de hielo y cuchara mezcladora, de botellas hermosas y el fino siseo del espumoso.
El silencio del claustro, el silencio límpido y elevado: el silencio católico.
Silencios civilizatorios, todos ellos en peligro de extinción.
El silencio es hoy elusivo bien de lujo, reservado a una minoría inteligente que lo aprecia y a una minoría pudiente que lo puede comprar. Para el resto: la cultura del petardo, de la moto trucada por el gitano, de la feria, de la música primitiva, precolombina y cerril de indígenas domicanos o boricuas que ponen en los “discobares” [sic], del imbécil que se compra un perro ladrador, sucio, cabrón y peludo; pero ante todo, del tormento malayo de una sociedad que se permite cuatro horas diarias de miseria acústica y estética por habitante.
¿Qué son, pues, las cien mil víctimas de la bomba atómica ante millones de almas muertas? Un mundo en ruido es un mundo enfermo, pero ante todo, y aquí el criterio último, es un mundo feo. Reivindicar el silencio es pues empresa, por más que imposible, vital para la Reacción.